Carlos Reutemann, fallecido a los 79 años, formó parte de una etapa única e irrepetible de la Fórmula Uno. Su estilo, su campaña y su hombría de bien le deparó el respeto del Gran Circo que siempre lo consideró como un verdadero campeón a pesar de no haber conquistado la corona.
“Gané porque otros se quedaron, pero no importa, en los libros quedará marcado que en Nürburgring ganó un tal Reutemann”.
(Carlos Alberto Reutmann sobre su triunfo en Nürburgring ’75)
Príncipe de Mónaco, rey de Gran Bretaña, kaiser de Nürburgring, emperador del Brasil, ciudadano del mundo, hombre de campo. Carlos Alberto Reutemann, quién emprendió el vuelo celestial, fue varias personas reunidas en una sola con un seudónimo que bajaba, como un grito de guerra, desde las tribunas del autodromo de Buenos Aires: “¡Lole!… ¡Lole!”.
Aquel niño que montaba a caballo para ir a la escuela se convirtió en ídolo de dos generaciones de argentinos. Descendiente de colonos suizos se proyectó, desde un pequeño pueblo de su Santa Fe natal, al mundo.
Forjado en los caminos de tierra y los precarios circuitos de Argentina, quiénes lo descubrieron de jovencito, intuían que estaban ante un predestinado a escribir páginas de gloria, acción, drama y emoción en la época más romántica de la Fórmula Uno: los años ’70.
Reutemann fue el último proyecto serio del Automóvil Club Argentino (ACA), con el apoyo del Estado nacional, para catapultar un piloto a la Máxima Categoría
Debutó en Europa con el equipo de F2 del ACA pilotando uno de los Brabham BT33 adquiridos por el ente rector argentino. Entre 1970 y 1972, la escudería fue su escuela para formarse con los futuros ases que ocuparían los primeros planos en los años venideros de la F1. De la mano de Benedicto Caldarella, Héctor Staffa y el comodoro Ernesto Baca (tres pilares para la consolidación europea del Lole) la llegada a la categoría madre del automovilismo mundial era cuestión de tiempo.
Su romance con la Fórmula Uno comenzó en 1971 cuando corrió el Gran Premio de la República Argentina (prueba no puntuable para el campeonato) finalizando en tercer lugar con un McLaren M7C alquilado a Jo Bonnier. Unos meses más tarde sellaba su ingreso a la escudería Brabham que ya estaba en manos de Bernie Ecclestone.
Nuevamente fue en Buenos Aires donde sorprendió al mundo. En su debut oficial, en 1972, le arrebató la pole position a Jackie Stewart. Una carta de presentación pocas veces vista en el Gran Circo.
Con altas y bajas, Lole fue progresando. La llegada a Brabham del diseñador Gordon Murray le permitió tener en sus manos una máquina con la que podía buscar la tan ansiada victoria. Casi lo logra en el autódromo porteño en 1974. Aún duele en el corazón de los argentinos aquel abandono, faltando pocas vueltas, por un mal calculo en el suministro de combustible. Sería su primera espina clavada en el corazón. Varias veces intentó consagrarse ante su gente pero nunca estuvo tan cerca como aquel caluroso enero.
Como una paradoja del destino, unos meses después, ganaría en Kyalami (Sudáfrica) y sumaría dos triunfos más: Österreichring (el mismo escenario que vio triunfar el último domingo a Max Verstappen) y Watkins Glen (Estados Unidos). A partir de 1974, Carlos pasó a integrar el selecto grupo de candidatos al título mundial.
No le pesó ser connacional de Juan Manuel Fangio. La prensa exitísta de Argentina sacudía permanentemente el mito de ser la sombra del Quíntuple. A Reutemann nunca lo afectó, siempre gozó de los sabios consejos del balcarceño. Forjó su propia personalidad que, a regañadientes, los más exitistas debieron aceptar.
El periodismo argentino presionaba a Lole, más de la cuenta, para que gane la corona. La revista El Gráfico, la publicación deportiva más importante de aquellos años en Argentina, era un mar de elogios cuando brillaba en las pistas y un mazazo duro cuando tenía un mal día. Sin embargo, Reutemann, tuvo de su lado una guardia pretoriana que contenían las críticas e inducían a un análisis cuasi científico cada una de sus presentaciones.
Tuvo de gran aliado a la mítica revista Corsa. También contó con las plumas excepcionales de periodistas de la talla de Alfredo Parga (La Nación), Natalio Gorín (Corsa) y Orlando Ríos (El Gráfico). En radio, los argentinos sintonizaban Rivadavia y El Mundo para seguir las transmisiones de Eduardo González Rouco y Carlos Alberto Legniani. Y en televisión estaba la voz inconfundible del recordado Héctor Acosta.
A ellos se sumaron la legión de hinchas incondicionales, aquellos que vivían con pasión el automovilismo. Quiénes invadían las tribunas del autódromo de Buenos Aires y a puro grito tapaban el ruido de los motores V8 a cada paso del Lole. No es una exageración. Si observan el Gran Premio de 1981 se apreciará cómo el aliento del público superaba el sonido más ensordecedor y hermoso del planeta. Solo Reutemann podía lograrlo.
Eran los años donde la Fórmula Uno fue un ábanico de grandes pilotos. Lole les peleó de igual a igual a Jackie Stewart, Emerson Fittipaldi, Niki Lauda, Clay Ragazzoni, James Hunt, Mario Andretti, Jacques Lafitte, Gilles Villenueve, Ronnie Peterson, Alan Jones y Jody Scheckter; entre otros. Nombres que escribieron páginas memorables en el automovilismo mundial.
Fue la etapa romántica del Gran Circo pero, al mismo tiempo, era un deporte muy peligroso donde llegar a la meta era sobrevivir. La F1 no contaba con las medidas de seguridad que vemos hoy en los Grandes Premios. Era un castillo de naipes donde la muerte sobrevolaba permanentemente.
Reutemann tuvo el peor accidente de su carrera en F2. Perdió el control de su Brabham en Truhxton (Gran Bretaña) donde terminó con un tobillo fracturado. En la Fórmula Uno voló con su Ferrari T3 en Jarama al desprenderse un elemento del piso y lo atajó una triple malla de alambre que servía de protección entre la pista y el público. El auto quedó colgado de costado y sufrió algunos magullones.
Sin embargo, la muerte estuvo a punto de tocar su puerta en el fatídico Monza ’78 donde perdería la vida Ronnie Peterson. El Lotus fuera de control del malogrado sueco rozó la parte posterior de su Ferrari. Si Carlos se encontraba retrasado unas décimas, la trompa del coche de Peterson hubiera perforado su costado derecho (a la altura del habitáculo) corriendo la misma suerte que su antiguo rival en F2.
Su campaña cosechó 12 triunfos. Cada uno de ellos tuvieron su sello. Trabajo meticuloso y análisis científico para alcanzar el escalón más alto del podio. A las tres victorias de 1974 se sumaron Nürburgring (1975), Interlagos (1977), Jacarepaguá (1978 y 1981), Brands Hatch (1978), Long Beach (1978), nuevamente en Watkins Glen (1978), Mónaco (1980) y Zolder (1981).
En el legendario Nürburgring aprovechó el retraso de Lauda por una pinchadura y el abandono de Ragazzoni para vencer en el Infierno Verde. En Brands Hatch superó al austríaco, en una espectacular maniobra, cuando éste se complicó con un rezagado Bruno Giacomelli. En Mónaco heredó la punta cuando abandonaron los líderes, que se despistaron por la llovizna, y con una muñeca magistral ganaba la carrera más deseada por todos los pilotos. En Jacarepaguá, también bajo la lluvia, dio una lección de manejo a Jones desobedeciendo las ordenes de Williams para que dejera ganar a su compañero de equipo.
Durante sus diez años de trayectoria en la F1 siempre integró equipos de punta: Brabham, Ferrari, Lotus y Williams. No era casualidad que buscaran sus servicios. Su estilo de manejo (conservador y meticuloso rayando la obsesión), su habilidad para encontrar la puesta a punto del auto y su talento para cuidar los neumáticos; no podían pasar desapercibido por las grandes escuderías.
Con épocas buenas y malas, siempre buscó el triunfo o asegurar los puntos para el equipo. El título era esquivo, pero nunca dejó de perseguir la gloria personal y dejar en alto el prestigio de la marca que le tocara defender. Gozó del ingenio de Murray y la habilidad empresarial de Ecclestone para obtener recursos financieros en Brabham. Tuvo actitud y una fuerte personalidad para enfrentar las exigencias técnicas de Mauro Forghieri y los juzgamientos de Enzo Ferrari. Padeció los caprichos de Colin Chapman en un equipo Lotus que comenzaba a transitar la decadencia. Y mantuvo una relación de amor-odio con el tándem Frank Williams – Patrick Head.
Fue precisamente esta dupla, sumado al resentimiento de Jones, que lo conducirían a su mayor desilusión: Las vegas ‘81. El título se le escapó de las manos por un punto frente a Nelson Piquet. Podía haberse llevado la corona, solo necesitaba mover levemente el auto cuando lo superaba el brasileño y este quedaba fuera de carrera. Pero Carlos siempre fue leal al espíritu deportivo, jamás jugaría sucio. No se hubiera sentido un verdadero campeón ganando de esa forma. Prefirió morir de pie. Luchó con un auto que no le respondía, con una caja de cambios que no le entraba la tercera marcha y la indiferencia de su propio equipo. Una injusticia para quién trabajó duramente por un sueño.
Lole sabía que no tendría otra oportunidad. Tenía 40 años y era ese el momento que buscó toda una vida para conquistar el campeonato del mundo. Las Vegas fue un duro golpe.
A la temporada siguiente alcanzaba el segundo puesto en Kyalami, detrás del Renault Turbo de Alain Prost, pero intuía que no era el mismo. Lo confirmó en Brasil. Un abandono en Jacarepaguá le abrió los ojos. Estaba cometiendo errores que antes no cometía, los reflejos no eran los mismo y ya no se concentraba como antes. Eran las señales que indicaban poner punto final a su carrera. En el mismo escenario dónde realizó la “Magnifica Desobediencia” se despedía de la Fórmula Uno.
Hubo algunos intentos para que regresara. Unos meses después, tras la muerte de Gilles Villenueve en Zolder, Maranello le ofreció la Ferrari del malogrado canadiense. Rechazó la oferta, no podía ocupar el lugar de quién fuera su amigo y protegido. A mediados de los ’80, Ligier le ofreció una butaca pero el auto no era competitivo y descartó volver.
Quedaban atrás los años dorados pero su leyenda no se apagó. Su nombre era respetado dentro del ambiente. Si bien no obtuvo el título era tratado como un verdadero campeón. Su palabra era requerida a la hora de analizar carreras y pilotos. Su presencia enaltecía los paddock donde desembarcara el Gran Circo. La Fórmula Uno fue su gran amor tanto como sus hijas Cora y Mariana.
Luego vendría otra etapa en la vida de Reutemann: la política. Esa materia quedará reservada para los analistas políticos e historiadores.
Lejos del bullicio de las carreras, los flashes y los fans; siempre encontró en el campo familiar su vía de escape. Amaba manejar el tractor, era su cable a tierra. Ahí se reencontraba con sus orígenes cuando no se imaginaba que, algún día, compartiría podios con reyes, príncipes, jefes de Estado y estrellas de cine.
Reutemann fue el rey del deporte argentino en los ’70. Contemporáneo de una generación de deportistas que brillaban por el mundo y elevaban la bandera celeste y blanca en lo más alto del mástil.
Eran los años de Alberto Dimiddi en remo, Carlos Monzón y Víctor Emilio Galíndez en boxeo, Guillermo Vilas en tenis, Juan Carlos Harriott (h) en polo, Daniel Martinazzo en hockey sobre patines y un pibe que, en 1976, debutaba en la primera de Argentinos Juniors: Diego Armando Maradona; por nombrar algunos apellidos ilustres. Solo la selección argentina de fútbol, campeón del mundo en 1978, lo superó momentáneamente en ese Olimpo del deporte argentino de aquellos tiempos.
Su campaña en F1 fue reconocida con múltiples distinciones pero el más importante fue el amor de sus hinchas. Siempre lo acompañaron, en las buenas y en las malas. Aquellos que lo siguieron con devoción durante su carrera y quiénes no lo vieron competir y crecieron con su leyenda.
Como aquellas jornadas de 1995 cuando regresó la F1 a la Argentina. A bordo de una Ferrari 412 T1 y sosteniendo con su mano izquierda la bandera nacional, el público volvió a corear su nombre. Fue un viaje a los años ’70, cuando los argentinos colmaban las viejas gradas del autódromo de Buenos Aires y gritaban: “¡Lole!… ¡Lole!”. Como en los viejos tiempos. Gracias, Carlos. Disculpen estas lágrimas.